20 marzo 2009

DOCUMENTO INEDITO, ALBERT CAMUS DECODIFICA EL FLUIR DE LA CONCIENCIA A NESTOR KIRCHNER

INEDITO, AUNQUE TOTALMENTE ÉDITO
Un día en que conduciendo mi automóvil, tardé un segundo en arrancar cuando apareció la señal verde, mientras nuestros pacientes conciudadanos descargaban sin dilación sus bocinas en mis espaldas, recordé de pronto otra aventura que me ocurrió en las mismas circunstancias.
Una motocicleta conducida por un hombrecillo seco, que llevaba lentes y pantalones de golf, me había pasado y se había instalado delante de mí en el momento en que aparecía la señal roja. Al detenerse, al hombrecillo se le había parado el motor y se esforzaba en vano para volver a ponerlo en marcha. Cuando apareció la señal verde, le pedí, con mi habitual cortesía, que apartara su motocicleta, a fin de que yo pudiera pasar. El hombrecillo continuaba poniéndose nervioso, a causa de su asmático motor. Entonces me respondió, de acuerdo con las reglas de la cortesía parisiense, que me fuera al diablo. Yo insistí, siempre cortés, pero con un ligero matiz de impaciencia en la voz. En seguida se me hizo saber que, de todos modos, podía irme adonde se me había mandado, a pie o a caballo. A todo, esto, a mis espaldas algunas bocinas comenzaban a hacerse oír. Con mayor firmeza pedí a mi interlocutor que fuera más urbano y que considerara que estaba impidiendo la circulación. El irascible personaje, exasperado sin duda por la mala voluntad, que se había hecho evidente, de su motor, me informó que si yo deseaba lo que él llamaba sacudirme el polvo, me lo ofrecía de todo corazón. Tanto cinismo me colmó de justo furor, de manera que salí de mi coche con la intención de darle una tunda a aquel grosero. Yo no creo ser cobarde (¡y que no lo piensen los demás!) ; era por lo menos una cabeza más alto que mi adversario, mis músculos siempre me respondieron bien. Aún ahora creo que si alguno de los dos había de sacudir el polvo al otro, ése iba a ser yo. Pero apenas había yo bajado a la calzada cuando de la multitud que comenzaba a reunirse salió un hombre que, precipitándose sobre mí, me dijo que yo era el último de los cobardes y que no me permitiría golpear a un hombre que, teniendo una motocicleta entre las piernas, se encontraba, por consiguiente, en desventaja. Hice frente a ese mosquetero y, a decir verdad, ni siquiera lo vi. En efecto, apenas hube vuelto la cabeza cuando, casi en el mismo momento, oí de nuevo las explosiones del motor de la motocicleta y recibí un violento golpe en la oreja. Antes de que hubiera tenido tiempo de darme cuenta de lo que había pasado, la motocicleta se alejó. Aturdido, me dirigí maquinalmente hacia el D'Artagnan, cuando, en el mismo instante, un concierto exasperado de bocinas se levantó de la fila, ya considerable, de vehículos. Había vuelto a aparecer la señal verde. Entonces, aún un poco confuso, en lugar de sacudir al imbécil que me había interpelado, volví dócilmente a mi coche y arranqué mientras a mi paso el imbécil me saludaba con un "Pobre infeliz", del que todavía me acuerdo.
Episodio sin importancia, dirá usted. Sin duda. Sólo que me llevó mucho tiempo olvidarlo.
Ahí está lo importante del asunto. Sin embargo, tenía excusas. Me había dejado golpear sin responder, pero no se me podía acusar de cobardía. Sorprendido, interpelado por dos lados, yo había quedado confuso y las bocinas completaron mi confusión. Con todo, me sentía desdichado como si hubiera pecado contra el honor. Volvía a verme subiendo a mi coche, sin una reacción, bajo las miradas irónicas de una muchedumbre tanto más encantada por cuanto aquel día, lo recuerdo bien, llevaba yo un traje azul muy elegante. Volví a oír aquel "Pobre infeliz" que, así y todo, me parecía justificado. En suma, que me había desinflado públicamente; por obra de una concurrencia de circunstancias. Después del hecho, yo comprendía claramente lo que hubiera debido hacer. Me veía derribando a D'Artagnan de un buen gancho, volviendo a mi automóvil, persiguiendo al monito que me había golpeado, alcanzándolo, aplastándole la motocicleta contra una acera, apartándolo y aplicándole la paliza que con creces se merecía. Con algunas variaciones, hacía pasar centenares de veces este film por mi imaginación. Pero era demasiado tarde, de manera que durante días tuve que digerir un feo resentimiento.
Vaya, está lloviendo de nuevo. Cobijémonos en ese porche, ¿no le parece? Bueno. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí el honor! Pues bien, cuando volví a recordar esta aventura, comprendí lo que ella significaba. En definitiva, mis sueños no habían resistido la prueba de los hechos. Había soñado, esto resultaba ahora claro, con ser un hombre completo, que se había hecho respetar tanto en su persona como en su profesión. A medias un Cerdan, a medias un De Gaulle, si usted quiere. En suma, que quería dominar en todas las cosas. Por eso asumía actitudes artificiales .y ponía más cuidado y coquetería en mostrar mi habilidad física que mis dotes intelectuales. Pero, después de haber sido golpeado en público sin reaccionar, ya no me era posible acariciar esta hermosa imagen de mí mismo. Si yo hubiera sido el amigo de la verdad y de la inteligencia que pretendía ser, ¿qué me habría importado aquella aventura, ya olvidada por quienes habían sido los espectadores? Apenas me habría acusado por haberme enojado sin casi motivos, y también estando enojado, por no haber sabido afrontar las consecuencias de mi cólera, carente de presencia de espíritu. En lugar de eso yo ardía por desquitarme, ardía por golpear y vencer, como si mi verdadero deseo no fuera ser la criatura más inteligente o la más generosa de la tierra, sino tan sólo apalear a quien se me antojara, ser siempre el más fuerte, y del modo más elemental. La verdad es que todo hombre inteligente, lo sabe usted muy bien, sueña con ser un gangster y con dominar en la sociedad exclusivamente por la violencia. Puesto que la cosa no es tan fácil como pudiera hacérnoslo pensar la lectura de novelas especializadas, generalmente uno se remite a la política y recurre al partido más cruel. ¿Qué importa, no le parece, que humillemos nuestro espíritu, si por ese medio conseguimos dominar a todo el mundo? En mí yo descubría dulces sueños de opresión.
Por lo menos sabía que no estaba del lado de los culpables, de los acusados, sino en lamedida exacta en que su culpa no me causaba ningún daño. Su culpabilidad me hacía elocuente, porque yo no era la víctima. Cuando me veía amenazado, no sólo me convertía en un juez, sino en un amo irascible que, estaba fuera de toda ley.
(Extraido de "La Caida" de Albert Camus Ediciones Digitales Dot)

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