20 junio 2007

2do REVISIONISMO HISTORICO

AL MAESTRO CON CARIÑO, UNO DE LOS QUE HIZO EL CONGRESO DE FILOSOFIA DE 1949

Docente en Filosofia Antígua II y III, en mi carrera



El reclamo amoroso del filosofar en Rodolfo M. Agoglia
Por Alcira B. Bonilla (*)

La praxis filosófica contextualizada en una vocación permanente de compromiso con lo humano que le era siempre propio, en una vida moldeada por la tragedia, supera, sin soslayarlo, al transcurrir intelectual de Rodolfo Agoglia. Un reclamo permanente por una independencia filósofica, sin actitudes jacobinas por el origen otorgado, o por el ser usupado a causa de la compulsión hegemónica que intentó dispersar la trasformación del pensamiento. En la semblaza de Rodolfo Agoglia, de Alcira Bonilla se expande la demanda perenne por un pensar social latinoamericano, por un humanismo que debiera ser religioso, si la religión, como el genocidio, no fuese, acaso, una construcción humana.


Encubierta durante su existencia y en las tres décadas posteriores por la persecución y sobre todo por las políticas “correctas” de ciertos usos académicos, la talla filosófica de Rodolfo Mario Agoglia Volpatti (San Luis, 3 de octubre de 1920 - Buenos Aires, 27 de octubre de 1985) se manifiesta en la conjunción de los tres rasgos relevantes que caracterizan su pensamiento y su acción: la filosofía surgida de la praxis y convertida en sustancia de la vida, el magisterio filosófico ejercido como vocación y la universidad entendida como institución privilegiada para la transformación política y cultural de las naciones latinoamericanas.
Las obras filosóficas, en tanto productos escritos de una práctica reflexiva y crítica del pensamiento humano, surgen en contextos específicos y singulares. Y así, en el entrecruzamiento dialéctico entre textos y contextos se generan los sistemas de inclusión y de exclusión que afectan a corrientes, pensadores y obras, también las tradiciones escolásticas, los cánones, los prestigios, los autores malditos y los olvidos. Entre nosotros la abundancia de autores negados instaura como deber de la memoria pública el develamiento de la riqueza y de la variedad contenida en el acervo filosófico nacional. Desde la posición intercultural universalista que me anima en este homenaje y en todos mis trabajos, pretendo contribuir a la ruptura del monolingüismo etnoandrocéntrico occidental y a propiciar diálogos filosóficos que nos ayuden a descentrarnos.
Discípulo de Coriolano Alberini, Carlos Astrada y Luis Juan Guerrero, desde su juventud Agoglia se destacó por la calidad intelectual de sus contribuciones filosóficas. Su tesis de licenciatura sobre la dialéctica platónica dio origen a la edición pionera del diálogo Parménides que tradujo acompañándolo de notas y comentario crítico (Agoglia, 1944). Al mismo tiempo asumió su compromiso político con el peronismo, realizando su militancia en el ámbito académico con espíritu pluralista y participativo, sobre todo en su desempeño como Secretario del ahora histórico I Congreso Nacional de Filosofía de 1949, así como en el ejercicio de los cargos de Decano de la Facultad de Humanidades (1954-1955 y 1973) y de Rector de la Universidad Nacional de La Plata (1974).
Dotado de humor y simpatía, Agoglia ejerció la docencia universitaria desde temprano, siendo maestro de maestros. En los diversos hitos de su errancia docente (Buenos Aires, La Plata, Jujuy, Mendoza, Bahía Blanca, Puerto Rico, Quito, Salamanca) formó una generación de filósofos, científicos sociales y profesionales de la cultura en la pasión por la verdad, el trabajo riguroso, el respeto por las diferencias culturales e ideológicas y el compromiso con la realidad histórico-social. Siempre “rumbo al sur”, recibió y supo gozar de la alegría de una obra madura, el afecto de sus amigos, el agradecimiento de sus discípulos y el reconocimiento de sus pares. En sus análisis de la Filosofía del Derecho de Hegel, Agoglia da una clave de su enseñanza al señalar que ninguna obra o teoría filosófica debe ser estimada por sus legómena sino por su légein acerca del contexto que la condiciona y por lo que ella aporta desde allí al desarrollo del pensamiento general de la humanidad (“en otras palabras, nunca por lo que fácticamente dice, sino por su inmanente y virtual dialogicidad”, 1993:199). Tal vez esta sea también para nosotros la perspectiva adecuada para releer los escritos de este pensador, maestro militante de una filosofía a la búsqueda de anclaje en las coordenadas espacio-temporales en las que está situada.
En años anteriores al exilio, Agoglia publicó dos libros que corresponden a sus investigaciones sobre Platón y fijó lo más original de su pensamiento en artículos y colaboraciones. Malena Lasala (1991) señala con acierto que ya en estos trabajos Agoglia puso “la filosofía en su lugar”, sobre todo si se atiende al texto “La filosofía como sabiduría del amor” (1966) que puede ser considerado un programa de vida filosófica. Al retomar el topos filosófico tradicional de la definición etimológica de la filosofía, Agoglia se distancia de la definición intelectualista al uso que asocia el filosofar con el ejercicio de la virtud contemplativa. Los estudios filológicos realizados le permiten concluir de manera erudita que la acepción más primaria del genitivo griego (la del origen y la generación) autoriza una caracterización de la filosofía como “sabiduría que emerge del amor”, entendido en este caso como el amor de philía. Este amor de fidelidad, dialogicidad, compromiso y riesgo queda planteado como raíz de un inacabable diálogo filosófico que ha de hacerse cargo en un diálogo mayor de las aspiraciones humanas a realizarse libremente en la historia.
Perseguido, privado del cargo y de la cátedra, el odio de sus enemigos políticos que buscaron su aniquilamiento culminó en la muerte de su hijo Máximo Leonardo y en la destrucción de su casa de City Bell en 1976. Durante los años de su estancia quiteña posterior Agoglia escribió varios libros, documentos de trabajo, artículos y numerosos inéditos. En su personal combinación entre creatividad, erudición y docencia estos textos retoman investigaciones anteriores sobre la historia de la filosofía, la filosofía de la cultura y la filosofía de la historia y se perfilan con el carácter de aportes maduros al acervo filosófico latinoamericano. En particular contribuyen al crecimiento de la filosofía latinoamericana de la liberación, sobre todo por el desarrollo de dos ideas centrales: la de la cultura como “facticidad y reclamo” y la de su propia “filosofía realista de la historia”.
Un recorrido por los diferentes escritos en los que Agoglia expuso su idea de la cultura permite reconocer los orígenes hegelianos y románticos de la misma, además del apoyo brindado por su amplia erudición filosófica y el conocimiento de los referentes más importantes de las ciencias sociales contemporáneas. Al hacerse cargo de diversos rasgos de las culturas que han destacado los filósofos y antropólogos en los que Agoglia abreva, esta teoría conjuga la variedad de las culturas, el carácter totalizador y formativo de cada una de ellas, así como la dinamicidad, historicidad y comunicatividad de las mismas. Esta última es posible por la comunidad convencional y simbólica de las conciencias presente en los diversos niveles del saber, el obrar y el trabajo, vale decir, en comunidades de pensamiento y de acción.
Partiendo de los análisis marcusianos acerca de las capacidades de réplica de los individuos y grupos ante una facticidad cultural establecida, el aporte mayor de Agoglia a la teoría de la cultura reside, a mi entender, en su tesis de la cultura como reclamo. No caben en este tópico análisis a priori, en tanto el concepto de cultura como reclamo se evidencia inherente al muy complejo de la cultura nacional. Como constante que acompaña y signa la cultura y el pensamiento latinoamericanos desde los primeros años de la Independencia, este concepto resulta indispensable para una teoría de la cultura concebida como reclamo. Si bien la nacionalidad no es un rasgo originario de las culturas, puede formularse en determinados momentos históricos con la exigencia de un deber ser políticamente condicionado. El estudio de la formación moderna de este concepto político de cultura nacional y su vínculo con las nociones de Nación y Estado permite a Agoglia diagnosticar que el pensamiento latinoamericano actual comparte la idea de cuño historicista de que las comunidades culturales históricas alcanzan el nivel de realidad nacional cuando adquieren capacidad de decisión. Esto indica que la noción de “cultura nacional” no es concebida idiosincráticamente al modo romántico (conjunto de las ideas, creencias, costumbres, instituciones, tradiciones y lenguaje de un pueblo), en tanto ha ganado espacio, en cambio, una percepción de la misma “como integrada esencial e inseparablemente por la voluntad de soberanía política de un pueblo” (1980: 30).
La eticidad impuesta a América Latina una y otra vez desde el momento inicial de la conquista europea impone una revisión profunda de los modos de entender nuestras culturas nacionales: “el concepto de cultura nacional –sobre todo en América Latina– cuestiona nuestra supuesta cultura y, adoptando un criterio contra-fáctico, reclama la cultura que debe ser” (1980: 31). La identidad nacional de todos y de cada uno de los pueblos de América Latina resulta el instrumento adecuado para recuperar la iniciativa en el proceso autónomo de formación pública y privada. Las proyecciones políticas de este modo de entender las culturas nacionales aparecen inmediatamente, puesto que no se plantea el mero cuestionamiento teórico de la cultura fáctica, sino una dialéctica práctica que Agoglia concibe en los términos siguientes:

En cambio, el cuestionamiento que implica la idea y el reclamo de una cultura nacional, instaura una dialéctica práctica (socio-política), es decir, una relación de negación entre la conciencia histórica –que esclarece nuestro presente efectivo– y esa misma cultura objetiva considerada por ella como no genuina, como alienada e ideológica, en tanto procede de nuestra situación de dominados y la encubre bajo la apariencia de una cultura original con pleno consenso del cuerpo social (1980: 31).

Un rasgo sobresaliente de estos textos y de la palabra de Agoglia es la contundencia y fuerza de su expresión filosófica. Con todo, al recordar su programa de alentar una filosofía surgida del amor por el hombre, parece lícito pensar que en la idea de la cultura nacional (y latinoamericana) como “reclamo”, este término se entiende de modo directo como exigencia de lo que está debido. Pero también, en una interpretación más acorde con el escrito auroral aludido, puede asimilársela al sentido del grito amoroso de los animales. La cultura como reclamo se asimila al grito de los desposeídos y marginados de todas las historias. En consecuencia: si la conciencia histórica de la alienación cultural que pone al desnudo la irrealidad de la independencia política es la condición cultural trascendental de la cultura nacional entendida como reclamo, la liberación constituye la condición cultural ontológica de la misma y del aporte que cada cultura en diálogo con las demás puede realizar para contribuir al desarrollo histórico del hombre.
Para la praxis liberadora exigida se entronca aquí la necesidad instrumental de la reflexión crítica sobre nuestra historia y sobre la historia y la historicidad en general –la filosofía de la historia:
... este saber ‘relativo’ que puede aportarnos la filosofía de la historia es el más apto, por sus fundamentos y su proyección, para infundirnos la firme convicción de que la sustancia ética en la que estamos no es nuestro ser histórico y debe ser removida, porque arriesga y deteriora nuestra humana condición, a la que solo podrá revertirnos plenamente nuestra praxis liberadora (1980: 32).

Llevado por sus investigaciones sobre la filosofía de la historia, Agoglia creó esta cátedra en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, pero fue su experiencia personal radical de la historicidad que culminó con la muerte trágica de su hijo la confirmación y esclarecimiento de lo que sus estudios sobre esta esfera de la realidad y del conocimiento anticipaban ideal e imperfectamente, como él mismo afirma lacerante en un escrito de 1976 (1995: 157 158). Así, en este tránsito de la experiencia al concepto signado por la tragedia la idea de una filosofía latinoamericana se abre paso como una apuesta de la vida contra Thánatos que excede el límite de la subjetividad. Concebida como filosofía realista de la historia en ella confluyen la sistematización del sentido humanista de la filosofía y la tarea de una filosofía de la historia que se desenvuelve en dos niveles: una ontología regional de lo histórico y una epistemología o discurso crítico sobre la historiografía.
La experiencia ontológica de la historicidad funda de modo originario y constituye los diversos niveles:

“Esta conciencia ontológica de lo histórico se manifiesta, al análisis fenomenológico, como la condición de toda conciencia trascendental de la historia, en suma, de todo conocimiento histórico [...] y de toda conciencia óntica, de toda experiencia de hechos genuinamente histórica. La aprehensión del ser de la historia es, pues, la condición de todo saber eidético, de todo explicar, comprender e interpretar los hechos históricos, como así también de todo saber óntico, o sea, de la posibilidad de experimentar ciertos hechos como históricos” (1968: 306).

Los problemas de la praxis histórica surgen de la articulación entre libertad y razón en la historia. Si la razón filosófica está entrelazada con el tiempo como su propia condición trascendental teórica y práctica, puede resolver tales problemas, vale decir, puede “producir o crear el presente que debe ser” (1980: 128). Tal expresión contundente no refleja una posición iluminista trasnochada, sino que ha de ser entendida como expresiva de una libertad de pensamiento en función de una praxis promotora de la humanización del hombre. Para Agoglia esto significó que la filosofía culmina en la filosofía de la historia: “si la conciencia histórica enfrenta los problemas más decisivos y acuciantes del hombre, y la filosofía tiene por raíz y destinatario también al hombre, esta se realiza plenamente como filosofía de la historia” (1980: 146).
Las consideraciones precedentes enmarcan la cuestión de la filosofía latinoamericana. Agoglia formula la pregunta de modo incisivo:

¿Ha alcanzado nuestra filosofía ese nivel de historicidad que la legitimaría como filosofía en sentido estricto o, por el contrario, ha extraviado su curso natural y correcto, o, por último –con una interrogación más incisiva y tajante– es que no ha habido todavía en Latinoamérica filosofía?” (1980: 175).

La respuesta no puede ser sino la de una constatación dolorosa. Según Agoglia, a despecho de una actividad filosófica intensa no habría existido ni existiría en Latinoamérica una filosofía original, puesto que no habríamos filosofado nunca desde nuestra propia condición de latinoamericanos. Si la filosofía es índice de la autonomía y capacidad de decisión de un pueblo, la situación de la filosofía latinoamericana, entonces, evidencia el triple déficit en la personalidad, la libertad y la historicidad que aqueja crónicamente a la región y sería un error atribuir tal ausencia a una falta de capacidad teórica o especulativa pretendidamente innata. La originalidad demandada es el imperativo de un saber riguroso sobre el mundo, el conocimiento y la praxis en intercambio activo con todas las filosofías del pasado y del presente, pero que tome en cuenta nuestra peculiar idiosincrasia y responda a los requerimientos de nuestra especificidad social y humana.
De este modo, todas las tareas de la filosofía latinoamericana se originan de dos exigencias fundamentales: realismo y constitución como filosofía de la historia. La filosofía latinoamericana ha de ser tempestiva, ha de versar sobre el supuesto efectivo que condiciona nuestro pensar, “porque sólo a través de ella podremos reconquistar prácticamente la libertad que exige la elaboración de un saber filosófico oficial”(1981: 236). En consecuencia, la filosofía latinoamericana deberá proveer también la metodología para reelaborar la historia de las ideas y de la cultura latinoamericanas y establecer las modalidades de un diálogo renovado con la tradición filosófica. Sin modelos a imitar, la nuestra ha de ser una filosofía no crepuscular, sino una “que acompañe y oriente el gestarse de un mundo nuevo” (1980: 187). Debe ser pensada ante todo desde la peculiar condición latinoamericana de ya no estar más ni en el pasado pre-colonial, ni en el colonial, sino desde la pertenencia al Tercer Mundo (“nuestra condición humana en este momento histórico”, escribía Agoglia a comienzos de los ‘80).
Rodolfo Mario Agoglia trazó el camino filosófico de su existencia en una simbiosis personalísima de los niveles teórico y práctico de la razón histórica. En gesto heroico pasó la prueba de su tragedia familiar que a la vez era la de de la universidad argentina y la del país. Aun en esas circunstancias, el presente, su presente de muerte, fue hegelianamente lo supremo para él, en tanto posición y actitud que demandan una decisión y una acción. En la patencia trágica volvió así a su propuesta auroral del reclamo filosófico por una filosofía del amor por el hombre y la fue ahondando en el reclamo por un pensamiento idiosincráticamente prospectivo de la liberación.
En el cierre de esta nota recupero el párrafo final del inédito “In memoriam” ya citado:

Una y otra vez repetí en los cursos universitarios a mis alumnos –respaldado por la coincidencia de opiniones de los pensadores más serios– que las ideas y las teorías filosóficas ganan en solidez y autenticidad cuando existe una vivencia que las precede y garantiza, o por lo menos convalida, la efectividad de su referencia objetiva. Dentro de este contexto enseñé siempre, en conexión con el problema de la historia, que la naturaleza del ser histórico, inequívoca proyección del tiempo existencial, es también una temporalidad cuya íntima estructura debía el análisis filosófico discernir. Ésta no era sin embargo más que una idea abstracta, avalada por un indirecto y limitado conocimiento de la realidad histórica y la autoridad de filósofos como Kant, Hegel o Nietzsche. La muerte de Máximo Leonardo fue, en cambio, una experiencia que, por su circunstancia y su mensaje, promovió en mí la vivencia del ser mismo de la historicidad, enfrentándome con el nivel ontológico del tiempo histórico y orientando decisivamente mis reflexiones en torno al carácter de esa temporalidad. Por eso, sin metáforas, sin patetismo, sin el menor afán de espectacularidad, es justo decir que este modesto ensayo está escrito con la sangre de Máximo Leonardo y, por la suya, con la de tantos mártires de una futura Argentina justa y liberada.

En consecuencia, será para él el mejor homenaje de sus discípulos, alumnos y lectores, desde nuestro presente con las nuevas generaciones, la recuperación creativa de las líneas maestras de su pensamiento en el diálogo crítico con las mismas y el rescate de su ejemplo militante en el día a día de nuestra práctica ciudadana.


(*) Facultad de Filosofía y Letras (UBA) – CONICET


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