15 junio 2007

EN EL BAUL DE INTERNET

CLARIN DE 1998.






TESTIMONIOS

La rebelión abortada
Aplastar la guerrilla peronista fue la mayor obsesión de López Rega. El autor de Soldados de Perón analiza, en exclusiva, la utopía rebelde de Montoneros, un fenómeno político que la cultura argentina aún se resiste a pensar desapasionadamente.

RICHARD GILLESPIE

Veinticinco años después de su aparición en el escenario político, las llamadas formaciones especiales, o grupos armados peronistas, aún polarizan la opinión pública. Algunos condenan sus actos de violencia, mientras otros -como las madres y las abuelas de los desaparecidos- abrigan el recuerdo de una generación heroica sacrificada. Ahora, cuando la división entre peronistas y antiperonistas de antaño es mucho menos acentuada, debería ser posible avanzar hacia un consenso frente a quienes tomaron las armas en los años 1966-73.Una manera potencial de reconciliar las dos percepciones sería considerar que esos jóvenes activistas persiguieron ideales loables utilizando medios altamente cuestionables. Pero tal apreciación es difícil de conciliar con las impresiones que me formé en su momento y con la evidencia posterior. A riesgo de generalizar, podemos decir que la fuerza impulsora detrás de estos grupos armados no era tanto un conjunto de ideales o una noción de utopía, como una cultura de rebelión arraigada en las condiciones sociales y políticas de la Argentina de ese momento.Pero es preciso hacer un par de salvedades. Primero, debe reconocerse que el ala combativa del peronismo fue, en un principio, extremadamente heterogénea, sobre todo antes de la fusión de otros grupos con los Montoneros en 1972-73. Esos grupos que eran de origen marxista, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias, tenían una Weltanschauung preconcebida, una visión del mundo, aunque de relevancia debatible para la lucha política en la Argentina, mientras que los grupos más nacionalistas estaban en busca de una ideología, o bien tenían poco tiempo para dedicarle al tema. Segundo, incluso dentro del componente nacionalista, había una minoría de individuos y hasta de grupos para los que el catolicismo proporcionaba un puente hacia la Teología de la Liberación y, así, hacia una visión, aunque confusa, de una sociedad basada en la justicia social. Sin embargo, si uno quiere pintar la escena política con un pincel grueso, diría que aquellos que fundaron las formaciones especiales tenían muy claro a qué se oponían y no tanto qué era lo que defendían, rebelándose, en muchos casos, no sólo contra las restricciones sofocantes encarnadas en el onganiato sino también contra las estructuras familiares existentes. Para esos jóvenes rebeldes que buscaban aceptación entre las masas peronistas, el llamamiento al regreso de Perón era, inevitablemente, la principal demanda concreta, pero también servía como excusa para no mirar más allá del retorno y desarrollar una perspectiva sobre el desarrollo futuro de la Argentina. El socialismo nacional seguía siendo poco más que un eslogan, inútil después del regreso de Perón. Si los Montoneros en ese tiempo tenían una utopía, se trataba, esencialmente, de una visión del pasado, no del futuro. Como muchos nacionalistas en otras partes del mundo, perseguían su utopía a través del revisionismo histórico, reinterpretando acontecimientos pasados de una manera maniquea, contraponiendo nación y pueblo a imperialismo y oligarquía, y transformando al gaucho histórico en una especie de noble salvaje cuya sociedad idílica había sido arruinada por influencias externas. No cabe duda de que las ortodoxias liberales de la historiografía tradicional argentina necesitaban una refutación y cualquier proyecto de transformación social debía comenzar con una crítica del statu quo. Pero también debía generar una visión alternativa coherente del futuro si quería triunfar. Los Montoneros fueron incapaces de ir más allá de la rebelión y pasar a la revolución. Mejor que otros, evitaron la trampa de adoptar algún modelo revolucionario extranjero, aunque las influencias cubanas y chinas ciertamente existían, particularmente con respecto a la estrategia guerrillera. Sin embargo, sus referencias indiscriminadamente favorables a proyectos políticos sustancialmente diferentes -los liderazgos de Castro, Allende, Velasco y Torrijos- reflejaban una noción de liberación social y nacional mal concebida. Igualmente reveladora es, quizá, su falta de valoración de la experiencia contemporánea de Europa occidental y la socialdemocracia, por entonces en su apogeo. Más allá de la pérfida Albión, Europa simplemente no encajaba en sus dicotomías.Las preferencias por el futuro de la Argentina nunca fueron traducidas a un programa político abarcativo por alguno de los grupos armados. Hasta un punto, ésta era una marca de la percepción que tenían algunos de Perón como salvador, o de Perón como solución. De la misma manera, era un reflejo de la propia lucha armada concebida como el proceso revolucionario, siendo la violencia misma parte integral de la solución. Por otro lado, respecto de la cohorte nacionalista de activistas que influyeron marcadamente en la orientación de los Montoneros, hay que admitir que había un cierto conservadurismo frente al statu quo. Curiosamente, la defensa que hacían de las políticas públicas centradas en el Estado y su conocida adicción a la jerarquía y al comportamiento militar minaban su potencial innovador o radical. Sólo si uno reconoce la persistencia de continuidades dentro del nacionalismo argentino puede entender la empatía que existía entre Massera y los Montoneros. Esto no significa que haya que descartar el idealismo incluso dentro de los Montoneros, cuyo liderazgo muchas veces dejó una impresión de cinismo. El panorama debería embellecerse con imágenes de hombres excepcionales, como Rodolfo Walsh, quien indudablemente tenía gran capacidad intelectual y espíritu crítico. El hecho asombroso, sin embargo, es que toda esa gente terminó rebelándose contra una organización que les pareció absolutamente reacia a la autorrenovación. Creadas para fines de combate, al final se demostraron incapaces de trascender su misión original. La derrota de aquellos que siguieron luchando fue el resultado de sus propias limitaciones políticas y de su propia falta de visión, y no sencillamente de su repentina vulnerabilidad cuando se encontraban en medio de una guerra sucia.

Richard Gillespie es un politólogo inglés, autor de Los soldados de Perón.

Traducción de Claudia Martínez.

1 comentario:

35345 dijo...

Es muy bueno ese libro. Bah a mí me pareció muy bueno. Ayer me bajé la entrevista que le hizo Pigna a Firmenich, hay un par de frases de Firmenich que son increíbles sobre lo que ellos (él) pensaba de Perón y lo que Perón pensaba de ellos (según él). Lo que me llamó la atención siempre y reafirmé ayer es la casi inexistente capacidad de autocrítica, cuando habla Firmenich expresa una soberbia que es odiosa.