31 julio 2008

ROGER CAILLOIS SOSTIENE QUE LA DEMOCRACIA ES MUY CRUEL

Guerra y democracia
Roger Caillois
La evolución de la democracia encuentra sus bases en la economía, sin duda entre ésta también está la guerra, ya sea
en su manifestación armada o en su transfiguración llamada política. Caillois subraya en este ensayo cómo la guerra
no es una acción contra la civilización sino que la funda, de ahí que podamos entender la lucha política como una for-
ma de la guerra. Caillois realza la importancia que tiene pensar la democracia como algo centrado en el papel activo
de los individuos y no sólo en la lucha entre los aparatos partidistas.sentar al pueblo, exigencias que ningún monarca, según él,
hubiera podido concebir. Es verdad, y esta confesión revela la debilidad irremediable del orden condenado en relación con las nuevas instituciones. Sin embargo, el emigrado continúa en términos que recuerdan, curiosamente, los del revolucionario Rabaut St. Etienne: “Ninguna nación triunfaba sobre la otra…; una provincia, una ciudad, a menudo inclusive aldeas terminaban, al cambiar de amo, con las guerras encarnizadas. Las atenciones mutuas, la cortesía más rebuscada sabían mostrarse en medio del fragor de las armas. La bomba, en los aires, evitaba el palacio del rey; danzas, espectáculos sirvieron más de una vez como intermedios de los combates. El oficial enemigo, invitado a estas fiestas, venía a hablar, riendo, de la batalla que debía darse al día siguiente; e inclusive en medio de los horrores del más sangriento combate, el oído del moribundo podía escuchar expresiones de piedad y fórmulas de cortesía


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Chateaubriand, que se hace extrañas ilusiones, no percibe la salvación sino en el retorno al pasado: “Al llevar a Francia a la guerra, se enseñó a marchar a Europa; no se trataba sino de multiplicar los medios; las masas han igualado a las masas… Turena sabía tanto como Bonaparte, pero no era amo absoluto y no disponía de 40 millones de hombres. Tarde o temrano habrá que retornar a la guerra civilizada que todavía conociera Moreau, guerra que deja a los pueblos en reposo mientras un pequeño número de soldados cumplen con su deber; habrá que retornar al arte de las retiradas, a la defensa
de un país por medio de plazas fuertes, a las maniobras pacientes que cuestan sólo horas y respetan a los hombres. Esas inmensas batallas de Napoleón están más allá de la gloria;
la mirada no puede abarcar esos campos de carnicería que, en definitiva, no traen ningún resultado proporcional a sus calamidades. Europa, a menos que haya acontecimientos imprevistos, ha quedado por largo tiempo hastiada de combates.
Napoleón ha matado la guerra al exagerarla”. ;Los militares son más perspicaces. Jomini profetiza, por el contrario, que se está a punto de retornar a los excesos de los vándalos, los táraros y los hunos. Se equivoca. No son las invasiones bárbaras
lo que se ha resucitado, es la nación en armas, es Roma, donde la ciudad coincide con el ejército, en la que cada ciudadano es un soldado, en la que las instituciones políticas reproducen y siguen a la organización militar. Pero prevé correctamente 2j . de Maestre, Soirées de St. Petersbourg, Septieme Entretien.Mémoires dOutre-Tombe, Libro xx, cap. 0, Ed. de la Pléiade,
t. i, pp. 772-77 .
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número 48, septiembre 2007
la Gaceta • Filial Colombia 5
cuando escribe: “¡La guerra se convertirá en una lucha san-
grienta, no obedeciendo a ninguna ley, entre grandes masas
equilibradas de armas de potencia inimaginable!”
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A Carlos de Clausewitz le está reservado hacer la teoría de
los nuevos conflictos y demostrar “que no podrán ser condu-
cidos sino por otros principios distintos a los de las guerras
alas relaciones existentes entre los ejércitos permanentes”.
mismo deduce el más importante de estos principios: la ley
de la competencia que pesa ahora sobre los beligerantes y que
los empuja a enfrentarse, por muy restringido que sea lo que
está en juego inicialmente, con la totalidad de sus recursos y
hasta el límite de sus fuerzas. Ahora, todo lo posible es inevi-
table. Precisamente, los progresos de la ciencia y de la indus-
tria permitirán las destrucciones masivas, con menos riesgos
para los ejecutantes. Por consiguiente, la victoria depende,
ante todo, del poderío de las máquinas y de la capacidad para
producirlas.
Estas demostraciones de fuerzas colectivas que son, ante
todo, esfuerzos de producción, de transporte y destrucción,
no ofrecen más que un lugar minúsculo al combate propia-
mente dicho, es decir, al combate cuerpo a cuerpo de los ad-
versarios y en éste, a las cualidades personales de los comba-
tientes que cuentan mucho menos que el alcance de las armas.
El espartano Arquidamos lo había previsto, lamentándose a la
vista de un arma arrojadiza traída de Sicilia: “¡Por Hércules,
esto da cuenta del valor!” En espera de la ametralladora, del
bombardero de gran radio de acción y de la bomba atómica,
el mosquete complementa el arco y la deflagración de la pól-
vora, la tensión de la cuerda. Enrique de Bülow repite la queja
del lacedemonio al escribir en 799: “Ahora que la infantería
se concreta a disparar y que la trayectoria de las balas deci-
de todo, las cualidades físicas y morales no entran en cuenta
absolutamente para nada”. La guerra patricia descansaba en
el ideal de la proeza y del combate leal, en los que triunfa el
mejor. Retrocedió en varios siglos, gracias a una afortunada
obstinación, el plazo de su desaparición fatal. Este gran éxito
tiene algo de prodigioso e inclusive, debido a la singular con-
cepción sobre la guerra que de ahí ha salido, de paradójico.
Pero indudablemente que es inútil oponerse a la historia. El
mosquete, el soldado de infantería y, finalmente, el demócra-
ta, vencieron.
No hay por qué lamentarse de una evolución irreversi-
ble. Además, continúa: las formas de guerra que tanto deben
a la democracia siguen enseñando, mostrando el camino y
el ejemplo. Una nueva fase se cumple hoy: la del paso de la
democracia liberal a la democracia totalitaria. El análisis que
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Citado en Brinton, Craig y Gilbert, Makers of Modern Stra-
tegy.
Théorie de la Grande Guerre, trad. franc., París, 886- 887,
t. i, p. 98.
acabo de tratar de hacer del papel de la técnica, de las ins-
tituciones, de las operaciones militares, de los problemas y
soluciones propios del ejército, de los resultados de la guerra
y la forma de conducirla, en la revolución que sustituye la
voluntad del soberano por el sufragio universal y el privilegio
por la ley, me parece que podría transponerse más tarde para
explicar, esta vez, el origen y la génesis de esta clase de Estado
en el cual el ejército parece ser tan evidentemente el modelo:
ya no hay más propietarios, y la subsistencia y el vestido se
aseguran a todos según su función y grado, la autoridad no
tolera juego ni disidencia y la virtud consiste sin vacilaciones
ni murmuraciones. La movilización es constante y universal,
la igualdad absoluta, la disciplina implacable. La justicia se
halla salvaguardada, puesto que todo se otorga al mérito y
todos pueden acceder a los puestos más altos. Todo sucede
como si la existencia civil y la vida privada del ciudadano se
vieran repentinamente sometidas, en el peor de los casos, a
las reglas militares.
No se trata de que el ejército se haya apoderado de la
nación y al pliegue a sus costumbres. Por el contrario, es
la nación la que parece conservar una huella muy profunda
de las guerras sufridas, que busca ordenarse espontánea e
integralmente según la fórmula comprobada y prestigiosa
que el ejército le propone. Hay que confesar que la historia
cuenta con pocas conversiones tan completas: el ejército,
primeramente, apenas si forma parte de la sociedad, en con-
junto se halla como fuera de la ley: por los oficiales, nobles
que sus privilegios sitúan por encima de lo común, y por
los hombres de tropa, infames y sin estatuto civil. Pero el
ejército se hace parte de la nación, representa un aspecto
y cumple una función. Hoy día, la relación está en ocasio-
nes invertida. La evolución contemporánea tiende a hacer
de la nación un aspecto temporal y transitorio del ejército,
del que no se distingue sino por una imperfección relativa,
un grado menor de coherencia y cristalización, un yo no sé
qué de amorfo y de insuficientemente estricto. Representa
el estado diluido y, por así decirlo, el grado reducido, como
se expresan los lingüistas. Pero es suficiente la guerra para
que de inmediato se cumpla el paso al máximo grado. Todo
lo prepara, todo fue previsto, todo ha sido concebido y eje-
cutado para que se realice fácil y rápidamente.
Hubiera sido necesario desesperar, si la escala misma de
los medios de destrucción, con los cohetes y la ojiva atómica
y las bombas termonucleares no hubieran, repentinamente,
dado a los técnicos mayor importancia que a los combatientes
y abierto paso, por encima de los batallones, a los laboratorios
mejor equipados y a las más abstractas de las ciencias. Por
supuesto, para sus efectos últimos, este nuevo peligro es más
radical que el antiguo. Pero para el tren ordinario de vida,
quizás deja al hombre más esperanzas y libertad de lo que
consentía el camino que había emprendido y de la que con-
viene, ahora, describir la última etapa.

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